La ruptura de las iglesias de Roma y Constantinopla en 1054 culminó el alejamiento entre los herederos de las dos mitades del viejo Imperio romano. El posterior redescubrimiento del mundo bizantino (denominación moderna para una sociedad que siempre se consideró a sí misma “romana”), con la inmensa herencia griega sobre sus espaldas, se produjo con el ritmo marcado por el comercio mediterráneo, las cruzadas a Tierra Santa o las intervenciones militares para frenar el avance turco.
Las acciones de la Gran Compañía Catalana y de sus famosos almogávares (1303-1306), o el dominio aragonés sobre los ducados de Atenas y Neopatria (1318-1388), hicieron de la Corona de Aragón una de las vías de transmisión de la cultura griega hacia Occidente. El elogio de la acrópolis de Atenas de Pedro el Ceremonioso es el ejemplo más conocido, pero no el único.
El aragonés Juan Fernández de Heredia (ca. 1310-1396) ingresó joven en la orden de San Juan del Hospital e inició una carrera política que le llevó, en 1379, al cargo de Gran Maestre de Rodas: la cabeza de una de las instituciones más poderosas de Occidente. Desde esa posición, se involucró en la defensa del Egeo cristiano frente al Imperio otomano, una misión en que tuvo éxitos, pero también derrotas amargas y un largo cautiverio. Al mismo tiempo, fue consejero de los reyes Pedro el Ceremonioso y Juan el Cazador.
Su faceta más conocida es la intelectual. Bajo su mecenazgo, se reunieron libros de diversas temáticas, lenguas y procedencias, y se tradujeron al romance aragonés. La biblioteca de Heredia manifestaba un interés por el mundo helénico que anticipaba la mirada fascinada hacia el pasado clásico propia del Renacimiento. Obras como los discursos de Tucídides sobre la guerra del Peloponeso (s. V a. C) o las historias de los emperadores bizantinos de Juan Zonaras (s. XII) entraron en Europa occidental a través de traducciones aragonesas.
Tras los espléndidos códices resultantes, se encontraba el trabajo coordinado de copistas, miniaturistas, correctores y, sobre todo, traductores capaces trasladar el griego clásico a una lengua occidental. Aquí presentamos un documento que habla de su importancia.
Pedro el Ceremonioso y su hijo Juan mantuvieron una correspondencia fluida con Heredia sobre todo tipo de cuestiones. Haciendo gala de su sobrenombre, la caza protagonizaba muchas cartas de Juan, siempre anhelante de los mejores halcones y perros de presa.
En esta misiva que viajó desde el Rosellón hasta el Egeo, aparte de las preocupaciones cinegéticas, nos habla del rumor que le había llegado: Heredia tenía un ejemplar de las Historias Filípicas de Cneo Pompeyo Trogo, y estaba acompañado de un filósofo griego capaz de traducirlo del griego a “nuestra lengua”, en alusión al aragonés. El infante le rogó que le enviase aquel libro y cualquier otra traducción del filósofo o, en su defecto, sus copias.
¿Quién era aquel “filósofo griego”? La traducción herediana de Plutarco nos da la clave y desvela un complejo periplo lingüístico: el philosofo grego, llamado Domitri Talodiqui e instalado en la isla de Rodas, lo pasó del griego clásico al griego medieval; un dominico que tenía el cargo de obispo de Adrianópolis hizo lo propio desde el griego medieval al aragonés; por último, del aragonés se tradujo al italiano. Esta última es la única versión que conservamos.
Juan Fernández de Heredia y, con él, la Corona de Aragón fueron uno de los eslabones que permitieron que los saberes de la Antigüedad se transmitiesen hasta nuestros días.
ACA,CANCILLERÍA,Registros,NÚM.1748, f. 121v