Luis Tristán (1580-1624)
Se trata de una representación de Santo Domingo de Guzmán como penitente, claramente realizado siguiendo la política católica tras el Concilio de Trento de promover aquellas ideas a las que las tesis protestantes se oponían, como la importancia de los santos como intercesores o la penitencia.
Es una obra de gran calidad firmada por el mejor discípulo del Greco, Luis Tristán. En ella, el artista aunó con gran acierto su conocimiento de las composiciones de su maestro y la honda impronta del naturalismo tenebrista de Caravaggio en Roma, ciudad a la que viajó para completar su formación. La disposición de la figura, así como su pequeña cabeza, recuerda a las concebidas por el Greco, pero difiere del estilo de éste los colores terrosos, la iluminación contrastada, la contundente definición de la musculatura del cuerpo del santo y la cuidada plasmación de los objetos de primer término, que le aportan un carácter menos místico y etéreo que en las obras del griego.
En este primer término aparecen varios objetos de carácter iconográfico, como la calavera y la cruz, símbolos de penitencia y meditación sobre dios y su sacrificio, o el perro, que simboliza tanto la orden domínica como al propio santo. Tiene su origen en una leyenda relacionada con el nacimiento de santo Domingo, según la cual, su madre estando embarazada habría visto en sueños a su hijo con una estrella sobre la frente, y un perro blanco y negro (los colores del hábito domínico) que tenía en sus fauces una antorcha encendida. Este perro fue interpretado como el propio santo que, como buen perro guardián, venía con su luz a defender la fe y la iglesia de las "tinieblas" de las herejías. Esta leyenda parece que tiene como origen un juego de palabras con domínico, perro del Señor (Domini canis) o guardián del señor (Domini custos).