Aprovechando que durante el periodo estival el personal del museo se alterna para disfrutar sus vacaciones, los cronopios hemos colocado nuestra petición de días de forma que durante una semana sólo nosotros nos encontremos trabajando en él y así poder llevar a cabo una actividad que sabíamos que tenía pocas posibilidades de ser aprobada por la dirección del centro. El lunes, con el museo cerrado, lo dedicamos a trasladar gran cantidad de maderos al patio de luces del museo. Mientras uno de nosotros nos dirigía gracias a un plano que habíamos dibujado con anterioridad, los demás nos repartimos las tareas. Durante los dos primeros días, aserrando, claveteando y lijando, fuimos levantando un estrado de un par de metros de altura en la parte más visible del patio. Los visitantes se agolpaban en las barandillas de las plantas una y dos, desde las que se ve el espacio central, para seguir las obras. Siguiendo la más estricta lógica, comenzaron pensando que se estaba construyendo lugar prominente sobre el cual llevar a cabo algún tipo de concierto o actividad teatral. Pero tras ganar altura la estructura, han ido descartando esta teoría, lo cual genera más curiosidad y que alguno de ellos esté a la puerta del museo a primera hora la mañana siguiente para seguir viendo el transcurrir de, seguramente, la construcción de un elemento que les transportará a las costumbres de alguna cultura lejana y aún desconocida para ellos. El miércoles, una vez concluido el estrado, uno de nosotros llega con una silla de madera y la coloca en el centro de la estructura. Detrás de ella y apoyado en su respaldo, sitúa un listón con un agujero redondo que lo atraviesa en su tercio superior. Se sienta en la silla y comprueba que el agujero queda a la altura, más o menos, de sus cervicales. El desconcierto entre el público asistente es creciente. Buscan en sus smartphones ritos de paso africanos en los cuales se utilicen sillas. No encuentran ninguno. El jueves otro de nosotros llega con cuerdas y abrazaderas metálicas. Con ellas, consigue inmovilizar en la silla a un compañero que se ofrece voluntario. Las cuerdas le atan las manos, la abrazadera más grande le sujeta el tronco y un collar fija su cuello al listón de madera de detrás. No tiene escapatoria posible. Desde las gradas no tienen dudas: se trata de una performance, aunque indican que sería más adecuada para el museo de arte contemporáneo que está, además, muy cerca de allí. El viernes otro de nosotros coloca la pieza final: en el agujero del listón sitúa un tornillo que hacia el que está sentado delante termina en bola y, en el otro sentido, en manivela, de modo que se habilita un mecanismo a través del cual un verdugo podría hacer avanzarel tornillo hacia delante. El público, cada vez más numeroso, contempla en silencio. Al fin alguien se atreve a expresar lo que otros también habían concluido pero no se atrevían a decir, horrorizados: se trata de un garrote vil. Comienzan a hacerle fotografías con sus smartphones y a subirlo (y denunciarlo) en sus redes sociales. El escándalo es instantáneo. Periodistas profesionales y autoproclamados comentan sin parar lo inadecuado de la iniciativa. Los responsables políticos no tardan en desvincularse y condenar el acto. Algunos apostillan que podría utilizarse para ejecutar públicamente al cronopio responsable de redes sociales por sus últimos posts en las cuentas del museo. Los famas de la institución ven sus móviles arder e interrumpen sus vacaciones para parar tal atrocidad dirigiéndose al museo con premura… Sin embargo, antes de que desmonten el patíbulo, a los cronopios nos da tiempo de colocar la cartela: “El garrote vil es una máquina empleada para aplicar la pena capital. Fue empleada y legal en España hasta la abolición de la pena de muerte en 1978. También se usó en las provincias de ultramar, como Cuba, Puerto Rico o Filipinas. Las ejecuciones tenían lugar en un sitio público y prominente, como las plazas mayores de los pueblos y ciudades, donde se concentraba una gran cantidad de gente. A pesar de estar pensado para producir una muerte rápida a través de la rotura de las cervicales, generalmente la muerte era por ahogamiento y mucho más lenta. Forma parte de la tradición cultural española dentro de sus ritos de ajusticiamiento público. La última muerte mediante a este método documentada es la del anarquista Salvador Antich en la cárcel modelo de Barcelona en 1973. Para más información: véase “El verdugo”, de Luis G. Berlanga (1963)”.