Desde 1580 el esplendor imperial se cuartea y España entra en una avenida de calamidades materiales y políticas: encogimiento de sus dominios, derrotas militares, quiebras financieras, expulsión de los moriscos, terribles pestes, hambrunas y abandono de los cultivos.
La ruptura de la unidad cristiana y el reformismo católico agudizan la vigilancia interior, que se vuelve atosigadora. En el plano del saber, la autoridad de los antiguos se tambalea y las ciencias se abren a la incertidumbre del experimento. Poco queda de la vieja fe del humanismo en su capacidad para «medir el mundo», para comprenderlo como una totalidad armoniosa. La realidad es insegura, engañosa, contradictoria, y el desengaño se apodera de los súbditos. España es una nación enferma. «Los españoles viven descontentos, afligidos y desconsolados», informa el Consejo Real a Felipe III. Olivares lamenta tanta queja, esa continua «conmemoración desesperada del estado de las cosas».
Pero este «despeñadero» hispano fue todo menos paralizante. Inspiró un torrente de pinturas, esculturas, novelas, dramas teatrales y obras poéticas, las cuales recreaban este nihilismo con un halo de melancólico y tenso lirismo existencial. Nunca el arte español había sido tan apasionado, tan dramático, tan perturbador.